martes, 23 de abril de 2013

EL TÚNEL


EL TÚNEL: 31 DE OCTUBRE


Ésta es una excelente historia escrita por un joven español de 18 años, el cual por obvias razones ganó un concurso de cuento. La historia es de misterio y habla de acontecimientos sobrenaturales, en lo particular tenía mucho tiempo que no leía una historia que me impresionara y este cuento lo logró, estoy seguro que también te gustará a ti.



Como toda buena persona, pegué mi masticado chicle debajo del asiento y salí
del autobús. Todavía era temprano y la fina capa de escarcha que recubría la
vegetación se negaba a perder su batalla contra el astro rey.
Siguiendo la tónica general de mis compañeros, eché un vistazo a mi alrededor, no
viendo más que la carretera general junto a la que habíamos aparcado y un serpenteante camino en dirección a un pequeño pueblo.
Haciendo oídos sordos al apéndice histórico del que la profesora estaba haciendo
gala, me escondí en la parte trasera del autocar y encendí un rubio pitillo americano.
Lo fumé saboreando, como si cada calada fuese la última, dejando que mis pulmones
se llenasen de él. Antes de acabar, mi fiel amigo Jon me avisó de que nos íbamos:
- Corre Mikel, que la gente se ha puesto en marcha y nos vamos a perder.
Apagué la colilla cautelosamente y nos unimos a la cola del grupo.
Aquella pretendía ser una de esas actividades complementarias a las que tanta
importancia se había dado en los nuevos planes de estudio, y que no era mas que una
excusa para no pasar el día en el aula. Esa visita a la vieja vía del ferrocarril vasconavarro serviría para ver una consecuencia tangible de lo que fue la industrializaciónvasca del siglo XIX. La vía no conservaba los viejos raíles, había sido renovada y su
aspecto era el de un camino de parcelaria normal y corriente. Sin embargo, un par de
escarpados desniveles a ambos lados del camino y un pequeño túnel para atravesar un
peñasco, eran la viva señal de que, verdaderamente, un tren había pasado antaño por
allí. Eso sin contar un majestuoso y estrecho puente de gran altura, santuario de los
amantes del “puenting”, a los pies del cual el paso de los coches y el correr de las aguas
del río parecían una maqueta de exposición.
Después de pasar el puente, y de tirar piedras y asustar a los que sufrían de vértigo, llegamos a una derruida casa de la que la vegetación silvestre se había adueñado.
Según contó la profesora, en ella vivía un matrimonio encargado de velar por el ferrocarril, aunque su relación fue tormentosa y la casa pronto quedó abandonada.
Seguimos hacia adelante, aunque sin apartar del todo la mirada de aquella casa, y
cuando un escalofrío recorrió la espina dorsal de todos los allí presentes, nos dimos
cuenta de que habíamos llegado al larguísimo túnel del que tantas veces habíamos oído
hablar. Su oscura boca se alzaba majestuosa ante nosotros mientras nos lanzaba heladas ráfagas de aire que provocaron una sincronizada subida de cremalleras.
Estaba más que claro que la prohibición de entrar en el túnel era rotunda, aunque
para mí no suponía ningún problema, pues yo iba a entrar allí como me llamaba Mikel.
Aprovechando el tiempo de recreo que ofertó la profesora, y tras amenazar a Jon para
que me acompañase (le dije que si no venía contaría por ahí que nunca había besado
a una chica), los dos nos adentramos en la boca del lobo. A los pocos metros de longitud, la luz diurna ya resultaba insuficiente, por lo que ayudados por los “zippos” y
por la luz de los relojes, nos adentramos un poco más. El ambiente dentro era fresco,
humedecido por el agua que se filtraba a través de techo y paredes, y la fangosidad del
suelo dificultaba el caminar. Las paredes presentaban diversas invaginaciones, ahora
tapadas con piedra, y que antaño debieron servir a los caminantes para protegerse del
paso del tren. Pero no todas estaban tapadas. Tras caminar unos pasos a oscuras (apagamos los mecheros para que se enfriasen), descubrimos una estrecha puerta: una
habitación. Sin pensarlo dos veces entré. La habitación era pequeña: paredes agrietadas llenas de extraños símbolos, botellas vacías tiradas por el suelo, un enmohecido
colchón... parecía que alguien se lo había pasado bien allí. Desoyendo las peticiones de
Jon para que saliese, me acerqué a una de las paredes intentando identificar alguno de
los símbolos inscritos en ella. Acerqué la mano para tocarlos, y entonces lo sentí. Un
escalofrío recorrió todo mi cuerpo aumentando mi ritmo cardíaco de una manera brusca. Había alguien conmigo, había sentido su aliento en mi nuca, y no era Jon... La
gasolina del zippo se agotó y, reconozco que algo asustado, salí de allí.
Sin mediar palabra y a un paso muy ligero volvimos a encontrarnos con el día.
Parecía que nadie se había percatado de nuestra ausencia, mejor.
El resto del día continuó sin sobresaltos. Los siguientes también. Parece ser que
una amnesia pasajera se adueñó de mí haciéndome olvidar la “experiencia religiosa”
sentida en aquella habitación. Cinco largos meses pasaron así. Cinco meses en los quemi vida cambió mucho: fin del instituto, selectividad, comienzo de la universidad...
Cinco tranquilos meses que terminaron bruscamente el 25 de octubre.
Ese día me desperté sobresaltado, sudando, con un pequeño arañazo en el brazo...
signos que atribuí a un mal sueño; hasta que vi el crucifijo de mi comunión puesto
boca abajo y con un extraño símbolo tallado en el centro. Lo volví a sentir: escalofrío,
ritmo cardíaco... Los recuerdos volvieron a mi memoria. Asustado, retiré el crucifijo y
lo guardé en una caja de metal, pensando que de esta manera todo quedaría guardado allí y no volvería a salir. Pero cada noche se repitió la misma historia: sobresalto,
sudor, arañazo, símbolo... y esa sensación. Así durante varios días, hasta que tuve la
brillante idea de permanecer en vela para protegerme de “eso”, porque no sabía ni
como denominarlo. Pero mi intento fue fallido. Y caí dormido y me desperté sobresaltado y con sudor, frío, arañazos... Arañazos que durante seis noches habían ido trazando el mismo símbolo que aparecía tallado en mi crucifijo y en la habitación del túnel,
en mi brazo derecho, aquel con el que toqué las extrañas inscripciones de la agrietada
pared.
Era 31 de octubre, víspera de Todos los Santos, americana noche de Halloween y,
por otra parte, un sábado como otro cualquiera. Tras pasar un desasosegado día en
casa, quedé con Jon para salir de juerga por ahí. Me puse una camiseta de manga larga
y con un poco de antiojeras de mi madre arreglé un poco mi demacrado aspecto.
Jon estaba feliz, lo noté nada más entrar en el bar. Había empezado a salir con una
antigua compañera de clase, le iba muy bien en la facultad, se había comprado un
pequeño coche de segunda mano con el sueldo ganado en verano... Había conseguido
todo lo que siempre quiso.
Pedimos unas jarras de kubata y echamos un mano a mano, luego unos chupitos
de licor, unos kalimotxos para asentar el estómago... y lo volví a sentir. Una fuerte
ansiedad se apoderó de mí: necesitaba volver cuanto antes al túnel, tenía que ir, ¡era
vital!. Ofrecí un martini a Jon:
- Tío, tengo una gran idea –le dije,- ¿qué te parece si celebramos la “noche de brujas” en el túnel? Podríamos ir allí a desafiar a la oscuridad.
Jon sonrió. El alcohol se le había subido a la cabeza y no estaba como para pensar
una cosa así fríamente. Aceptó sin más.
El viaje fue bastante temerario. Entre el humo del tabaco y el alcohol, la ausencia
de tráfico nos libró de un buen accidente. Al entrar en el camino de la vía bajamos las
ventanillas para, como Jon decía, alertar a las brujas de nuestra presencia. Pasar por el
alto y estrecho puente fue toda una experiencia. Mi sangre hervía fervorosamente, mi
corazón golpeaba mi pecho como un herrero el martillo. Aparcamos a la entrada del
túnel. Cogí del maletero una potente linterna que Jon llevaba para casos de emergencia y me adentré en el túnel como alma que lleva el diablo. Jon me seguía. Entré en la
habitación: seguía igual. Levanté el brazo derecho esgrimiéndolo como si de un escudo se tratase. Los arañazos comenzaron a sangrar, lancé un cortante grito de dolor y
ocurrió: las botellas del suelo se rompieron y las paredes comenzaron a sangrar entreas grietas, una silueta abstracta cruzó el haz de luz, gritos de auxilio se escucharon a
lo lejos... Como invadido por una fuerza sobrehumana, cogí un cristal y me hice un
corte transversal en la palma de la mano, posteriormente me dirigí hacia Jon. Éste me
miraba atónito, cuerdo, como si el efecto del alcohol hubiese desaparecido; me agarró
de la mano.
- ¡¡Vámonos Mikel!! ¡Vámonos, por favor!- gritó mientras de un golpe brusco me
quitaba el cristal. Haciendo gala de su fuerza me arrastró como pudo hasta el coche,
que nos indicaba el camino con las luces. Giró la llave y aceleró marcha atrás.
Lo escrito hasta ahora es una transcripción directa de mis recuerdos, completada
con pequeños fragmentos del diario que por aquel entonces escribía. Es una de esas
tantas versiones que, a lo largo de varios años, he tenido que escribir para policía, psicólogos... o como simple aclaración de lo ocurrido aquella fatídica noche del 31 de
octubre.
Al pasar el puente, presa del pánico y los nervios supongo, Jon perdió el control
del coche, desplomándonos sobre el río igual que las piedras tiradas el día de la excursión. Jon perdió la vida al momento. Yo, aunque herido grave y tras varios días en
coma, conseguí salvarla.
Salvarla para revivir, día tras día, aquella noche, para castigarme por haber matado a mi amigo, para encontrar una explicación lógica al incidente que ha marcado mi
vida.
Tras unos días de recuperación, comenzaron las charlas con la policía, los psicólogos y psiquiatras, los expertos en temas sobrenaturales...
La policía no encontró nada extraño en la habitación del túnel, bueno, sí: un colchón, varias botellas rotas y la linterna de Jon. Las paredes estaban agrietadas y oscurecidas por la humedad, pero no había en ellas ningún fluido extraño. El cristal con el
que me corté sólo tenía mis huellas y mi sangre...
La falta de pruebas tangibles para corroborar mi versión y la normalidad de la
habitación, llevó a suponer que habíamos consumido estupefacientes, aunque como no
se encontró ningún resto en sangre, se alegó que todo había sido efecto del alcohol que
sí habíamos consumido.
Llevo ingresado 3 años en la Clínica Santa Águeda en Mondragón. Las marcas que
aparecen cada 31 de octubre en mi cuerpo en forma de extraños símbolos y las injustificadas y violentas reacciones que experimento una semana antes de esa fecha, han
llevado a los médicos a diagnosticarme una especie de histeria depresiva, que, según
dicen, me lleva a autoflagelarme.
Yo no soy un entendido del comportamiento humano, sólo sé que todo lo que
experimento cada “noche de brujas” lo hago cuerdo, con todas mis facultades en
orden. Tal vez, si abriese la caja de metal en la que guardé el tallado crucifijo de micomunión aquella primera noche, encontraría la prueba que demuestra mi cordura. O
tal vez no, lo que demostraría que fue mi trastornada mente la que mató a mi inocente amigo y me está matando a mí poco a poco.
Si alguien es tan osado como para comprobarlo por sí mismo, que se acerque al
túnel el 31 de octubre.

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ARRATE GÁMIZ IBÁÑEZ. 18 AÑOS
CATEGORÍA A (14-18 años) – CASTELLANO. PRIMER PREMIO vasca del siglo XIX. La vía no

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